Natalie Portman juega a ser Lady Gaga

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Dice Brady Corbet, de profesión director después de actor, que vivimos un tiempo de ansiedad. Lo dice en público y alguien podría incluso añadir que hasta ligeramente ansioso. Luego, ya metidos en harinas apocalípticas, añade que si el siglo XX fue el de la banalización del mal, el XXI es el de la banalización, no sólo del mal, sino de todo lo demás (si lo hubiera). Incluido el propio concepto de banalidad. Y ahí lo deja. ‘Vox Lux’, la segunda película de Corbet, hace pie (o lo intenta) en todo esto. En la parte que toca, eso sí, al siglo que pisamos. Y la casualidad, o el buen tino del programador quizá, hizo que la otra cinta relevante a concurso, ‘Werk ohne autor’ (Trabajo sin autor) del alemán Florian Henckel von Donnersmarck, también. Ésta otra, a modo de complemento, con la mirada puesta en la centuria anterior, la del nazismo.

Así las cosas, la jornada en la Mostra de Venecia arrancó con una propuesta que quiere ser a la vez fábula y tormenta; ruido y mucha furia; pesadilla y simple ataque epiléptico. Todo a la vez. ‘Vox Lux’ cuenta la historia del ascenso de un artista desde la adolescencia traumatizada al estrellato más ridículamente, en efecto, banal. Una joven es víctima de un tiroteo de instituto de los que cíclicamente ponen en Estados Unidos a discutir sobre la vigencia de la Segunda Enmienda (la del derecho de las armas). En calidad de superviviente, hará del funeral de las víctimas el escenario del que será su primer éxito. Y de ahí todo lo demás. No es que Natalie Portman, de ella se trata, sea, por ejemplo, la Lady Gaga que estuvo hace unos días por aquí. Pero casi.

Con esta arranque con modales de bomba H, el director, no en balde uno de los protagonistas de la versión americana de ‘Funny games’ de Michael Haneke, se arriesga a uno de esos triples saltos mortales a la vez provocación e impostura. Tan cerca de la genialidad que no es difícil confundirlo todo con la simple estupidez. La idea no es otra que hacer daño. Y eso, la verdad, siempre es bueno. Aunque sólo sea porque nos hace sentir vivos. O no muertos del todo. La idea motriz, en definitiva, es recordarnos que nunca como ahora hemos sustituido la realidad por su representación. O, peor, su simulacro. Hace tiempo que dejamos de producir objetos por su valor de uso para pasar a manufacturar simplemente símbolos, banderas o etiquetas. Es decir, nada o casi nada. Cuando consumimos algo, nos recuerda Baudrillard, más que satisfacer una necesidad nos limitamos a usar un signo o, mejor, somos usados por un código cuyo funcionamiento apenas entendemos y cuya función no es otra que perpetuar la vacuidad. De ahí la banalidad de banalidades de más arriba.

La película avanza como una pesadilla (o sólo sueño) entre una voz ‘off’ tan impertinente como lúcida y unos números de baile directamente satánicos. Por vulgares. Y muy brillantes. Sobre la música de Scott Walker y a lomos de unas canciones compuestas expresamente para la película por la cantante australiana Sia, la cinta se luce es una exhibición de neones tan puerilmente hirientes como, de nuevo, banales. Y ahí la moraleja.

Digamos que la cinta funciona a ráfagas. En su vocación de contarlo todo sin decir de forma clara nada, Corbet se exhibe tan listo como impreciso; tan buen estratega como algo tramposo. No se atreve el que antes fuera director de ‘La infancia de un líder’ a llevar hasta sus últimas consecuencias el poder corrosivo de su propuesta en su más elemental radicalidad. ¿Y si a la brutalidad de cada carnicería adolescente le asistiera la misma lógica que a, por qué no, la música pop en su versión más descerebrada? ¿Y si el universo de entretenimiento perpetuo en el que vivimos no es más que la expresión gráfica de la nada más absoluta, de la violencia más cruda? Y así.

La ansiedad, sin duda

Los otros sin vida

Y a su lado, como decíamos, el director de ‘La vida de los otros’, ése es Florian Henckel, regresaba a Alemania y, ya puestos, a los inconvenientes de las dictaduras y los regímenes totalitarios. Si la cinta que le valió todos los reconocimientos (luego haría ‘The tourist’ en Hollywood y casi fue apedreado) se detenía en la geometría del control de la dictadura filosoviética, ahora, más ambicioso, traza una línea desde el Holocausto nazi a la Alemania democrática pasando por, de nuevo, la RDA.

La intención ahora es explorar el poder de asuntos tales como el arte, la verdad y la culpa. La cinta arranca con la visita de un niño de la mano de su tía a la exposición de Arte Degenerado con la que el régimen nazi demonizó todo el movimiento moderno. El crío crecerá hasta convertirse en uno de los artistas más influyentes en la escena de Düsseldorf en los 60. El protagonista recuerda al artista Gerhard Richter (son sus obras las que aparecen) y por la cinta desfilan personajes a imagen de creadores de la talla de Beuys, Polke, Klein o Fontana. Por el camino, la historia entera de la Alemania de este siglo es convocada: desde el programa Atkion T4 de eugenesia nazi, a los rigores del realismo socialista pasando por el bombardeo de Dresden. De nuevo, y en perspectiva, la banalidad del mal y sus accidentes. Se trata de extraer algo así como el hilo que todo lo une, que todo lo condena y, llegado el caso, todo lo perdona.

Sin embargo, y pese al entramado de buenas ideas sobre la que se levanta la propuesta de Henckel, ‘Werk ohne autor’ no puede resultar más triste. Por convencional, aséptica y rigurosamente pomposa. Ni la historia del médico (además de suegro del protagonista), que es capaz de adaptarse con devoción a cada giro del destino (de genocida nazi a demócrata de toda la vida pasando por comunista de raza), recibe el tratamiento que merece, ni el propio sufrimiento de la figura central es más que una excusa para una algo torpe y hasta peligrosa reflexión sobre el poder de curación del arte que todo lo perdona y todo lo tapa.

Pero más allá de lecturas erráticas, lo que más hiere es la ausencia total de ideas en una puesta en escena que no pasa nunca de simplemente bonita. En el peor y más feo de los sentidos. Con suerte, quién sabe, hasta se lleva un Oscar. Ya saben, accidentes de la banalización de la propia banalización. Ansia pura.

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